sábado, 27 de julio de 2013

Cuentos memorables/II: No oyes ladrar a los perros


Año 2005. Primer grado de secundaria. Después de haber encontrado en el libro de texto de español el cuento Recuerdo perdido, de Isaac Asimov (que les compartí hace unos días, pueden checarlo en la parte derecha de este blog), y quedar sorprendido, decidí continuar explorando las historias que aquel libro contenía. Así fue como encontré el cuento que hoy les traigo: No oyes ladrar a los perros, de Juan Rulfo. Me bastó una leída para inscribirlo, también, en mis cuentos memorables.

Rulfo nació en Sayula, Jalisco, en 1917. Criado en el pueblo de San Gabriel, vivió de cerca las pobres condiciones de la vida campesina y sufrió en carne propia las consecuencias de la Guerra cristera (su padre murió asesinado a manos de guerrilleros, cuando él tenía 7 años). Poco tiempo después del deceso de su padre, queda también huérfano de madre, por lo que se le traslada a vivir a Guadalajara, en un internado, en 1927. Después se traslada a México y asiste como oyente a las clases de historia del arte en la Facultad de Filosofía y Letras. Durante buena parte de las décadas de 1930 y 1940 viaja extensamente por el país, trabaja en Guadalajara o en la ciudad de México y a partir de 1945 comienza a publicar sus cuentos en dos revistas: América, de la capital, y Pan, de Guadalajara. Obtiene en 1952 la primera de dos becas consecutivas (1952-1953 y 1953-1954) que le otorga el Centro Mexicano de Escritores y publica en 1953 su colección de cuentos El llano en llamas y, en 1955, Pedro Páramo. También se desarrolló como fotógrafo y guionista. Murió en la ciudad de México en 1986. Rulfo es de los escritores más reconocidos en México y en el extranjero, un referente insoslayable de la literatura nacional del siglo pasado.*

El presente cuento está publicado en El llano en llamas, y es, como dijo alguna vez Mario Benedetti, “una obra maestra de la sobriedad”. Una historia tan sencilla, como desgarradora: A través de la noche, un padre ya viejo lleva en sus hombros a su hijo herido, casi moribundo, en busca del pueblo de Tonaya, para que reciba ayuda médica. En el “diálogo” que sostienen, el padre le reprocha a su hijo sus acciones y la ingratitud con la que le ha pagado toda la vida, al tiempo que le pregunta si no oye la señal que les dijeron les indicaría su llegada a Tonaya: El ladrido de los perros.

Un cuento que en pocas líneas logra provocar un sentimiento demoledor y que explora, sutilmente, los límites de la ingratitud, de lo que un padre puede llegar a hacer por su hijo, y de cuanto pesan las acciones presentes y pasadas. A continuación un fragmento y en seguida, el enlace al cuento completo. Disfrútenlo.



"[...] La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.
—Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.

Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar.

—Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso… Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!” Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente… Y gente buena. Y si no, allí esta mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: “Ese no puede ser mi hijo.”
—Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo.
—No veo nada.
—Peor para ti, Ignacio. [...]"

Aquí, el cuento completo:


Podéis ir en paz, la entrada ha terminado.

(*Datos sobre la biografía de Rulfo, obtenidos de su página oficial: http://www.clubcultura.com)

3 comentarios:

  1. Esos grandes cuentos que nos asaltan en la infancia...
    Teposcawsky e.e

    ResponderBorrar
  2. Éste es otra cosa...está muy bueno...por qué yo no tenía ese librito? jaja
    Muy buena recomendación Carlos :)
    Te amo <3

    ResponderBorrar