Año 2005. Primer grado de
secundaria. Después de haber encontrado en el libro de texto de español el
cuento Recuerdo perdido, de Isaac Asimov (que les compartí hace unos días, pueden
checarlo en la parte derecha de este blog), y quedar sorprendido, decidí
continuar explorando las historias que aquel libro contenía. Así fue como
encontré el cuento que hoy les traigo: No oyes ladrar a los perros, de Juan
Rulfo. Me bastó una leída para inscribirlo, también, en mis cuentos memorables.
Rulfo nació en Sayula,
Jalisco, en 1917. Criado en el pueblo de San Gabriel, vivió de cerca las pobres
condiciones de la vida campesina y sufrió en carne propia las consecuencias de
la Guerra cristera (su padre murió asesinado a manos de guerrilleros, cuando él
tenía 7 años). Poco tiempo después del deceso de su padre, queda también huérfano
de madre, por lo que se le traslada a vivir a Guadalajara, en un internado, en
1927. Después se traslada a México y asiste como oyente a las clases de
historia del arte en la Facultad de Filosofía y Letras. Durante buena parte de
las décadas de 1930 y 1940 viaja extensamente por el país, trabaja en
Guadalajara o en la ciudad de México y a partir de 1945 comienza a publicar sus
cuentos en dos revistas: América, de la capital, y Pan, de
Guadalajara. Obtiene en 1952 la primera de dos becas consecutivas (1952-1953 y
1953-1954) que le otorga el Centro Mexicano de Escritores y publica en 1953 su colección
de cuentos El llano en llamas y, en 1955, Pedro Páramo. También se
desarrolló como fotógrafo y guionista. Murió en la ciudad de México en 1986.
Rulfo es de los escritores más reconocidos en México y en el extranjero, un
referente insoslayable de la literatura nacional del siglo pasado.*
El presente cuento está
publicado en El llano en llamas, y es, como dijo alguna vez Mario Benedetti, “una
obra maestra de la sobriedad”. Una historia tan sencilla, como desgarradora: A
través de la noche, un padre ya viejo lleva en sus hombros a su hijo herido,
casi moribundo, en busca del pueblo de Tonaya, para que reciba ayuda médica. En
el “diálogo” que sostienen, el padre le reprocha a su hijo sus acciones y la
ingratitud con la que le ha pagado toda la vida, al tiempo que le pregunta si no
oye la señal que les dijeron les indicaría su llegada a Tonaya: El ladrido de
los perros.
Un cuento que en pocas
líneas logra provocar un sentimiento demoledor y que explora, sutilmente, los
límites de la ingratitud, de lo que un padre puede llegar a hacer por su hijo, y
de cuanto pesan las acciones presentes y pasadas. A continuación un fragmento y
en seguida, el enlace al cuento completo. Disfrútenlo.
"[...] La luna iba subiendo,
casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó
de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la
cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.
—Todo esto que hago, no
lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por
eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo
encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy
haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no
le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.
Sudaba al hablar. Pero
el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a
sudar.
—Me derrengaré, pero
llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho.
Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos
pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a
saber de usted. Con tal de eso… Porque para mí usted ya no es mi hijo. He
maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he
maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!”
Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo
del robo y matando gente… Y gente buena. Y si no, allí esta mi compadre
Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también
le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: “Ese no
puede ser mi hijo.”
—Mira a ver si ya ves
algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo me
siento sordo.
—No veo nada.
—Peor para ti, Ignacio. [...]"
Aquí, el cuento completo:
Podéis ir en paz, la entrada ha terminado.
(*Datos sobre la biografía de Rulfo, obtenidos de su
página oficial: http://www.clubcultura.com)
Esos grandes cuentos que nos asaltan en la infancia...
ResponderBorrarTeposcawsky e.e
... Y que se quedan con nosotros.
BorrarÉste es otra cosa...está muy bueno...por qué yo no tenía ese librito? jaja
ResponderBorrarMuy buena recomendación Carlos :)
Te amo <3