domingo, 21 de julio de 2013

Textos/IV: Monólogo sobre el vacío


¿Es este el día que debería morir? ¿aquí mismo, con el cuerpo contra el viento y el sol dándome en la cara? ¿así es como mi vida ha de terminar? ¿de esta manera se baja el telón, así, sin un acto final relevante o aplausos? ¿dónde decía eso, qué parte del contrato me especificó este momento? Ya sé, quizás nunca hubo un contrato. O no me avisaron sobre él. Tal vez nada nunca tuvo un sentido y el que yo esté aquí, ahora, es solo otro capricho cósmico más, como todo el tiempo que pasó frente a mi ventana, frente a mis ojos, frente a mi vida. Por qué algo habría de tener sentido? No hay razón alguna para que mi existencia sirva de algo, igualmente nadie se percató alguna vez de que yo estaba allí. Hasta los seres que pasan por debajo de mí en este momento, me ignoran.

Estoy acostumbrado, siempre estuve detrás de lo que la gente miraba. La soledad siempre fue la única que me acompañó de verdad. Podía estar parado en medio de la plaza gritando y nadie hubiera escuchado nada, nadie me hubiera volteado a ver, ni un alma se hubiera acercado con su mano extendida o me hubiera ofrecido un abrazo, siquiera unas palabras de consolación. Siempre solo. Como si fuera un ring de boxeo en una pelea que ya estaba arreglada desde un principio, el fracaso estaba siempre prendido de mi camisa, tomándome del hombro, moviendo los hilos amarrados a mi cuerpo y a mi cabeza. Siempre el último en la cola, el último en llegar. El último asiento, la última butaca, estaba reservada para mí. Y estaban vacías porque nadie las había querido, las sobras que todos despreciaron. Y siempre solo.

Es gracioso cómo lo único que se recuerda cuando el final está cerca, son las cosas terribles. Sí hubo momentos buenos. Los hubo. ¿Los hubo?, ¿realmente los hubo?, tal vez los primeros años, la infancia. Aunque no se disfruta mucho ser niño cuando tienes un par de padres egoístas y despreocupados por ti. Ambos estaban muy preocupados por ellos mismos como para hacerse cargo de mí. Recuerdo que me sentí rechazado por primera vez, cuando escuché decir a mi madre que ella no tenía por qué hacerse cargo de un bastardo que no tenía que haber nacido. Supongo entonces que ni siquiera la infancia puedo contarla entre los buenos recuerdos.

¿Cómo seguir una vida de fracaso?, o más importante, ¿para qué?, no hay nada porqué continuar, no queda nada por hacer; nadie escuchó nada de lo que yo tenía que decir en tantos años de amargada vida, ¿porqué habrían de escucharme ahora que estoy tan cerca de la muerte?, no tiene absolutamente ningún sentido hacerlo. A nadie le interesa la tristeza de la gente. Todos quieren escuchar las cosas hermosas de la vida, quieren escuchar de risas, de corazones, de amabilidad, de finales felices, de mundos maravillosos y problemas solucionados. Nadie quiere escuchar sobre miseria, sobre pobreza, sobre ganas desgarradas, de soledad, de fracaso o de angustia. Las personas prefieren ser ciegas ante la crueldad, quieren ver el trapo que limpia el suelo, mas no la sangre que estaba derramada; prefieren ver el bozal, nunca la mordida.

Igualmente no tengo nada bueno que decir. Cada sueño que tuve fue una estupidez, cada ilusión un maldito espejismo que no llevaba a nada, mas que a un laberinto de abrumante tristeza e incomprensión, que se reía cada vez que yo llegaba al centro y me percataba que no había nada esperándome luego del derrumbe. Una vez más a construir sobre los escombros, ¿pero cómo construir algo sobre cimientos tan inestables, tan inseguros? La certidumbre de caer siempre estaba ahí, mas lo terrible era la incertidumbre de no saber cuándo ni cómo iba a ser esa vez. Nunca había tiempo de que las heridas sanaran; apenas las costras comenzaban a secar, nuevas llagas aparecían, lacerando sin tregua.

La mejor trinchera siempre fue la esquina de mi habitación. Ahí me sentía bien, no tenía que darle respuestas a nadie, ni nadie tenía porqué inquirirme sobre algo. Sin embargo, todo parecía más grande que yo. Siempre. En mi habitación y en mi vida. Y en consecuencia todos se alejaron, fueron a vivir sus vidas estúpidas y superficiales, fuera de los túneles en los que siempre me encontré. Me vi forzado a ser un simple espectador que a ratos se rasgaba la garganta gritando: ¡No me dejen!, ¡quédense conmigo!, ¡me siento solo, triste, que alguien me ayude... y nadie contestó nunca!, nadie atendió a mi llamado, sólo el eco me devolvía mi patético grito de ayuda: ¡mi propia voz grave, absurda!, ¡nadie estuvo nunca a mi lado: solo veía a la gente feliz pasearse por ahí, besando, amando y siendo amados; niños felices corriendo, despreocupados, con la inocencia intacta y la ternura completa; hombres exitosos, con una sonrisa en el rostro, seguros de sí mismos y sin conocer la amargura; personas bellas con la frente alta y ojos que nunca se dignaban a ver algo que no estuviera  en el horizonte o las alturas: nunca una mirada hacia abajo, hacia los que estábamos en el suelo, en las sombras de los pozos clavados bajo tierra, solitarios, los que gritábamos en vano: ¡sáquenos de aquí… Tenemos miedo!

Nada bueno creció en mí. Cada idea que tenía se contaminaba de oscuridad, cada vez que intentaba algo, una fibra de maldad la acariciaba, a veces sutilmente y otras, arrancaba las buenas intenciones de tajo, me presentaba situaciones en las que ser bondadoso y desechar los rencores era caer en un abismo de perdición, donde la única forma de evitarlo era renunciar a aquello que buscaba y llenar mi alma de egoísmo, de soledad; así, la rabia contaminaba mi interior, ¡nada la saciaba!, ¡ni gritar, ni maldecir: nada era suficiente! ¡Sólo se acumulaba en el pecho, oprimiendo, presionando!, por eso tengo el alma hinchada, como los vientres de la gente que se muere de hambre en los lugares perdidos del mundo, y negra como la oscuridad impenetrable de la nada. Me encuentro roto de todas las formas posibles. Ningún remiendo ocultará las heridas coaguladas ni los vacíos profundos de mi mutilado ser: Estoy podrido, de nada sirve intentar componerme porque no hay remedio para mi espíritu; sólo existe una solución para las cosas irreparables: La muerte. El perro con rabia es sacrificado; el cuerpo lleno de cáncer se condena; el excremento se va por el caño. Lo que no funciona ni sirve, se abandona, se mata: Se extermina. ¿Que qué pasará conmigo?, simple: mi cuerpo servirá de comida a los gusanos. Y esos sucios gusanos servirán de comida a otra criatura, igual de sucia. Y así consecutivamente, hasta que todo se vaya a la mierda. Como he dicho nada tiene sentido, todo funciona por absurdos caprichos del azar. Esa es otra prueba que verifica algo que yo he sabido desde hace mucho tiempo: Dios no se preocupa por un carajo. O tal vez se preocupa, si: de los magnates, de los imbéciles que todo logran con el mínimo esfuerzo, de los oportunistas, de los vividores, de los tramposos. A otros nos olvida y nos patea, nos niega su piedad como si nacer hubiera sido, ya desde el inicio, un terrible pecado. Para nosotros se reserva su ira, su odio; nos concibió para tener a quienes aborrecer, a quienes mandarles desgracia y descargar sus arcas de rencor. Somos la abominación necesaria, para distinguir lo feo de lo bello, lo malo de lo bueno, la felicidad de la tristeza. Somos los seres de la oscuridad, despreciados para poder compadecer a los seres del lado de la luz. Así funcionan las cosas, se necesitan los contrarios para diferenciar: Se odia a unos para amar a otros. Y por eso Dios no figura entre mis pensamientos: si él me olvidó, yo lo olvidaré a él. Así como me olvidaré de todo una vez que esto termine. ¿Cuál es la distancia de la vida a la muerte?, no hay distancia. La muerte se encuentra en la vida, se vive por y para la muerte. No existe tal cosa como “vivir”, esa es la gran mentira en la que todos creemos para tratar de alcanzar otra cosa que es puro humo: La felicidad. Ninguna de las dos existe, vivir es el prolongado dolor del alma, harta de nunca sentir un momento de paz; es la antesala de la nada: sólo un diminuto instante perdido en el tiempo, que nos dirige a un destino único e insoslayable, inaplazable. Yo sé que aún me queda tiempo, pero eso no importa, ¿para qué prolongar lo inevitable?, ¡no tiene sentido continuar con esta farsa, con este patético intento de existencia que ha fallado en todos aspectos; está por demás continuar, ya estoy muy lejos de casa, de la redención, del perdón!, ¡lo único que me queda es esta última decisión de cortar mi dolor, de ponerle punto final!, ¡y después ya no sentiré nada, todo habrá acabado: seré solo un saco de carne derramado sobre el concreto!, ¡Y entonces, solo entonces seré libre!


La decisión ha sido tomada. El fallo es inapelable. Hoy me despido de la vida. Pienso en toda la gente que conocí y a la que no, y las estoy aborreciendo como sólo se puede aborrecer en el último instante de la existencia. Las lágrimas se las ha llevado el viento, tengo los ojos secos y rojos, y mi aliento apesta a desdicha, a rencor. Pero ya nada vale la pena decir: si una falsa vida miserable no alcanzó, no abrumaré este instante de libertad absoluta, de verdadera vida: la que se abre frente a tus ojos sólo cuando está a punto de terminar. Sólo ahora la entiendo. Sólo ahora la estoy sintiendo: Ahora que he soltado mis brazos de la orilla del puente y caigo imperturbable, como un bulto inerte envuelto en aire, al asfalto y al olvido.



3 comentarios:

  1. Es lo que más me a gustado de lo que has escrito, lo amé, y me llevo la idea, de que si no funcionas en el cine (que es poco probable), tu futuro inexorable está en la literatura.
    Teposteco e.e

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    1. Jaja, ojalá tengas boca de profeta (bueno... no tanto, jaja) Saludos, hermano.

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  2. Me parece muy bueno, pero definitivamente no es mi estilo.
    Y...ojalá que el "Anónimo" no tenga voz de profeta!!!! jajajaja

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