¿Es este el día que
debería morir? ¿aquí mismo, con el cuerpo contra el viento y el sol dándome en
la cara? ¿así es como mi vida ha de terminar? ¿de esta manera se baja el telón,
así, sin un acto final relevante o aplausos? ¿dónde decía eso, qué parte del
contrato me especificó este momento? Ya sé, quizás nunca hubo un contrato. O no
me avisaron sobre él. Tal vez nada nunca tuvo un sentido y el que yo esté aquí,
ahora, es solo otro capricho cósmico más, como todo el tiempo que pasó frente a
mi ventana, frente a mis ojos, frente a mi vida. Por qué algo habría de tener
sentido? No hay razón alguna para que mi existencia sirva de algo, igualmente
nadie se percató alguna vez de que yo estaba allí. Hasta los seres que pasan
por debajo de mí en este momento, me ignoran.
Estoy acostumbrado, siempre
estuve detrás de lo que la gente miraba. La soledad siempre fue la única que me
acompañó de verdad. Podía estar parado en medio de la plaza gritando y nadie
hubiera escuchado nada, nadie me hubiera volteado a ver, ni un alma se hubiera
acercado con su mano extendida o me hubiera ofrecido un abrazo, siquiera unas
palabras de consolación. Siempre solo. Como si fuera un ring de boxeo en una
pelea que ya estaba arreglada desde un principio, el fracaso estaba siempre
prendido de mi camisa, tomándome del hombro, moviendo los hilos amarrados a mi cuerpo
y a mi cabeza. Siempre el último en la cola, el último en llegar. El último
asiento, la última butaca, estaba reservada para mí. Y estaban vacías porque
nadie las había querido, las sobras que todos despreciaron. Y siempre solo.
Es gracioso cómo lo único
que se recuerda cuando el final está cerca, son las cosas terribles. Sí hubo
momentos buenos. Los hubo. ¿Los hubo?, ¿realmente los hubo?, tal vez los
primeros años, la infancia. Aunque no se disfruta mucho ser niño cuando tienes
un par de padres egoístas y despreocupados por ti. Ambos estaban muy
preocupados por ellos mismos como para hacerse cargo de mí. Recuerdo que me
sentí rechazado por primera vez, cuando escuché decir a mi madre que ella no
tenía por qué hacerse cargo de un bastardo que no tenía que haber nacido.
Supongo entonces que ni siquiera la infancia puedo contarla entre los buenos
recuerdos.
¿Cómo seguir una vida
de fracaso?, o más importante, ¿para qué?, no hay nada porqué continuar, no
queda nada por hacer; nadie escuchó nada de lo que yo tenía que decir en tantos
años de amargada vida, ¿porqué habrían de escucharme ahora que estoy tan cerca
de la muerte?, no tiene absolutamente ningún sentido hacerlo. A nadie le
interesa la tristeza de la gente. Todos quieren escuchar las cosas hermosas de
la vida, quieren escuchar de risas, de corazones, de amabilidad, de finales
felices, de mundos maravillosos y problemas solucionados. Nadie quiere escuchar
sobre miseria, sobre pobreza, sobre ganas desgarradas, de soledad, de fracaso o
de angustia. Las personas prefieren ser ciegas ante la crueldad, quieren ver el
trapo que limpia el suelo, mas no la sangre que estaba derramada; prefieren ver
el bozal, nunca la mordida.
Igualmente no tengo
nada bueno que decir. Cada sueño que tuve fue una estupidez, cada ilusión un
maldito espejismo que no llevaba a nada, mas que a un laberinto de abrumante
tristeza e incomprensión, que se reía cada vez que yo llegaba al centro y me percataba
que no había nada esperándome luego del derrumbe. Una vez más a construir sobre
los escombros, ¿pero cómo construir algo sobre cimientos tan inestables, tan
inseguros? La certidumbre de caer siempre estaba ahí, mas lo terrible era la
incertidumbre de no saber cuándo ni cómo iba a ser esa vez. Nunca había tiempo
de que las heridas sanaran; apenas las costras comenzaban a secar, nuevas
llagas aparecían, lacerando sin tregua.
La mejor trinchera
siempre fue la esquina de mi habitación. Ahí me sentía bien, no tenía que darle
respuestas a nadie, ni nadie tenía porqué inquirirme sobre algo. Sin embargo,
todo parecía más grande que yo. Siempre. En mi habitación y en mi vida. Y en
consecuencia todos se alejaron, fueron a vivir sus vidas estúpidas y
superficiales, fuera de los túneles en los que siempre me encontré. Me vi
forzado a ser un simple espectador que a ratos se rasgaba la garganta gritando:
¡No me dejen!, ¡quédense conmigo!, ¡me siento solo, triste, que alguien me
ayude... y nadie contestó nunca!, nadie atendió a mi llamado, sólo el eco me
devolvía mi patético grito de ayuda: ¡mi propia voz grave, absurda!, ¡nadie
estuvo nunca a mi lado: solo veía a la gente feliz pasearse por ahí, besando,
amando y siendo amados; niños felices corriendo, despreocupados, con la
inocencia intacta y la ternura completa; hombres exitosos, con una sonrisa en
el rostro, seguros de sí mismos y sin conocer la amargura; personas bellas con
la frente alta y ojos que nunca se dignaban a ver algo que no estuviera en el horizonte o las alturas: nunca una
mirada hacia abajo, hacia los que estábamos en el suelo, en las sombras de los
pozos clavados bajo tierra, solitarios, los que gritábamos en vano: ¡sáquenos
de aquí… Tenemos miedo!
Nada bueno creció en mí.
Cada idea que tenía se contaminaba de oscuridad, cada vez que intentaba algo,
una fibra de maldad la acariciaba, a veces sutilmente y otras, arrancaba las
buenas intenciones de tajo, me presentaba situaciones en las que ser bondadoso
y desechar los rencores era caer en un abismo de perdición, donde la única
forma de evitarlo era renunciar a aquello que buscaba y llenar mi alma de
egoísmo, de soledad; así, la rabia contaminaba mi interior, ¡nada la saciaba!,
¡ni gritar, ni maldecir: nada era suficiente! ¡Sólo se acumulaba en el pecho,
oprimiendo, presionando!, por eso tengo el alma hinchada, como los vientres de
la gente que se muere de hambre en los lugares perdidos del mundo, y negra como
la oscuridad impenetrable de la nada. Me encuentro roto de todas las formas
posibles. Ningún remiendo ocultará las heridas coaguladas ni los vacíos
profundos de mi mutilado ser: Estoy podrido, de nada sirve intentar componerme
porque no hay remedio para mi espíritu; sólo existe una solución para las cosas
irreparables: La muerte. El perro con rabia es sacrificado; el cuerpo lleno de
cáncer se condena; el excremento se va por el caño. Lo que no funciona ni
sirve, se abandona, se mata: Se extermina. ¿Que qué pasará conmigo?, simple: mi
cuerpo servirá de comida a los gusanos. Y esos sucios gusanos servirán de
comida a otra criatura, igual de sucia. Y así consecutivamente, hasta que todo
se vaya a la mierda. Como he dicho nada tiene sentido, todo funciona por
absurdos caprichos del azar. Esa es otra prueba que verifica algo que yo he
sabido desde hace mucho tiempo: Dios no se preocupa por un carajo. O tal vez se
preocupa, si: de los magnates, de los imbéciles que todo logran con el mínimo
esfuerzo, de los oportunistas, de los vividores, de los tramposos. A otros nos
olvida y nos patea, nos niega su piedad como si nacer hubiera sido, ya desde el
inicio, un terrible pecado. Para nosotros se reserva su ira, su odio; nos
concibió para tener a quienes aborrecer, a quienes mandarles desgracia y
descargar sus arcas de rencor. Somos la abominación necesaria, para distinguir
lo feo de lo bello, lo malo de lo bueno, la felicidad de la tristeza. Somos los
seres de la oscuridad, despreciados para poder compadecer a los seres del lado
de la luz. Así funcionan las cosas, se necesitan los contrarios para
diferenciar: Se odia a unos para amar a otros. Y por eso Dios no figura entre
mis pensamientos: si él me olvidó, yo lo olvidaré a él. Así como me olvidaré de
todo una vez que esto termine. ¿Cuál es la distancia de la vida a la muerte?,
no hay distancia. La muerte se encuentra en la vida, se vive por y para la
muerte. No existe tal cosa como “vivir”, esa es la gran mentira en la que todos
creemos para tratar de alcanzar otra cosa que es puro humo: La felicidad.
Ninguna de las dos existe, vivir es el prolongado dolor del alma, harta de
nunca sentir un momento de paz; es la antesala de la nada: sólo un diminuto
instante perdido en el tiempo, que nos dirige a un destino único e
insoslayable, inaplazable. Yo sé que aún me queda tiempo, pero eso no importa,
¿para qué prolongar lo inevitable?, ¡no tiene sentido continuar con esta farsa,
con este patético intento de existencia que ha fallado en todos aspectos; está
por demás continuar, ya estoy muy lejos de casa, de la redención, del perdón!,
¡lo único que me queda es esta última decisión de cortar mi dolor, de ponerle
punto final!, ¡y después ya no sentiré nada, todo habrá acabado: seré solo un
saco de carne derramado sobre el concreto!, ¡Y entonces, solo entonces seré
libre!
La decisión ha sido
tomada. El fallo es inapelable. Hoy me despido de la vida. Pienso en toda la
gente que conocí y a la que no, y las estoy aborreciendo como sólo se puede
aborrecer en el último instante de la existencia. Las lágrimas se las ha
llevado el viento, tengo los ojos secos y rojos, y mi aliento apesta a desdicha,
a rencor. Pero ya nada vale la pena decir: si una falsa vida miserable no
alcanzó, no abrumaré este instante de libertad absoluta, de verdadera vida: la
que se abre frente a tus ojos sólo cuando está a punto de terminar. Sólo ahora
la entiendo. Sólo ahora la estoy sintiendo: Ahora que he soltado mis brazos de
la orilla del puente y caigo imperturbable, como un bulto inerte envuelto en
aire, al asfalto y al olvido.
Es lo que más me a gustado de lo que has escrito, lo amé, y me llevo la idea, de que si no funcionas en el cine (que es poco probable), tu futuro inexorable está en la literatura.
ResponderBorrarTeposteco e.e
Jaja, ojalá tengas boca de profeta (bueno... no tanto, jaja) Saludos, hermano.
BorrarMe parece muy bueno, pero definitivamente no es mi estilo.
ResponderBorrarY...ojalá que el "Anónimo" no tenga voz de profeta!!!! jajajaja