Su nombre no era
importante, sin embargo le llamaban por uno que le habían dado, “El preso”. Dado
que a nadie realmente le importaba qué ocurriera con su vida, lo habían metido
en una celda muy estrecha con solo una ventanita que daba hacia el mar, a fin
que escuchara solamente las olas y nada de las conversaciones que afuera tenían
lugar.
Del mismo modo, las
torturas resultaban agobiantes, no tanto por los choques, o por las llagas
infectadas, sino porque las sufría en completa soledad e imaginando qué sería
de toda la tropa en esos instantes, mientras que él solo podía mirar la
ventanita, así como la noche anterior, y la anterior, y la anterior a esa.
A menudo recordaba cómo
había comenzado todo y cómo había seguido: Las hambrunas, los gritos, la rabia,
la miseria y la desesperanza. El movimiento, las ganas, la organización, los
puños, la tierra. Las redadas, las selvas, los fugitivos, la represión, la
captura, el apresamiento, las muertes. Nada le hubiera hecho sentirse mejor que
tener noticias de sus compañeros y de cómo había resultado el asalto al Palacio:
¿Lo habían logrado?, ¿se habían infiltrado hasta la habitación del Coronel?,
¿le habían matado?, ¿siquiera se habrían acercado?, ¿O por el contrario, los
habían capturado y matado a todos?...
El último de los días,
la puerta se abrió, y entró uno de los custodios. Lo levantó de su esquina
violentamente y lo sacó de la celda. Lo condujo por un pasillo largo, hasta que
llegaron a una puerta que daba hacia el exterior, que a juzgar por lo poco que
se veía, parecía un patio. Le quitaron los grilletes de los tobillos y las
esposas. El guardia le preguntó si quería tener noticias de sus compañeros, y
le dijo que pronto las iba a tener. Abrió la puerta y salieron a un patio muy
grande, con un patíbulo en la esquina. Levantó un poco la vista; en una de las
ventanas, el Coronel lo miraba. Había
algo de burla en su cara. La operación había fallado. Todos los Sargentos y
altos mandos, lo miraron al pasar, con una sonrisa irónica en la cara. Él no
los miró: Posó su mirada en su pecho, en el lugar donde había recibido esa primera
bala, aquella bala que casi lo mata, aquel día en que renunció a la vida fácil.
Al llegar al patíbulo, el custodio le dijo: ahí están tus noticias. Él levantó
la cabeza: colgando, con los cuellos rotos, yacían sus compañeros. Todos y cada
uno, tal como se los imaginó en sus peores delirios. Ahora él aceptaba su
último destino, quizás el único final posible, aunque nunca hubieran querido
aceptarlo; el final al que le habían conducido la batalla, la lucha y la
esperanza: una soga abrazando su cuello.
Antes que el verdugo
jalara la palanca, él cerró los ojos y recordó irónicamente, la única cosa que
había escuchado a través de la ventanita durante los últimos días y que tanto
había maldecido antes: Las olas del mar.