Hace
unos años, el estreno de La Ley de Herodes (1999) colocó al director Luis
Estrada como un cineasta provocador, al que no le temblaba la cámara al momento
de señalar al PRI y al aparato gubernamental como los principales impulsores de
hábitos corruptos, negligentes e impunes, siempre en clave de sátira y humor
negro. Con sus subsecuentes películas, Un Mundo Maravilloso (2006) donde hacía
una feroz crítica a las políticas neoliberales, y El Infierno (2012), estrenada
en el marco de las festividades del bicentenario de la independencia y donde
trataba el tema del narcotráfico, afianzó esta postura, logrando al mismo
tiempo cosechar buenas críticas y varios premios nacionales e internacionales.
Ahora
su nueva película, La Dictadura Perfecta, se inmiscuye en las perversas relaciones
entre la televisión y el gobierno, satirizando varios eventos políticos y
mediáticos recientes. Sin embargo, en esta nueva obra su estilo ya luce algo
desgastado y repetitivo, lo que otorga un filme algo maniqueo y poco innovador.
Luego
de que el presidente de México (Sergio Mayer, en clara y chusca alusión a Peña
Nieto) mete la pata con el embajador de Estados Unidos en una reunión
diplomática, los directivos de Televisión Mexicana consiguen desplazar el
altercado con un video escándalo del gobernador Carmelo Vargas (Damián Alcázar),
donde se le capta recibiendo dinero de un reconocido narcotraficante. Cuando el
gobernador lo ve, decide ir con la misma televisora para pedirles ayuda a
mejorar su imagen pública y, ya de paso, encarrerarse para la presidencia del
2018. Con pacto de por medio, lo que sigue es una elaborada campaña de
posicionamiento encabezada por el productor en ascenso, Carlos (Poncho Herrera)
en la que abundarán la corrupción, la violencia y una cínica manipulación
mediática.
Con
La Dictadura Perfecta estamos ante la que probablemente sea la obra menos
acabada de la filmografía de Luis Estrada, preocupada menos por armar una
historia bien unificada e inteligente y más por sumar y concatenar
gratuitamente eventos indignantes de la agenda pública, desde el caso Paulette
hasta el montaje de la aprehensión de Florence Cassez. Y es que la película
tiene mucha prisa por provocar indignación y quemar a la televisión y a todos
los que la hacen, como si en el ámbito mediático solo la televisión tuviera
injerencia. De ahí viene uno de los mayores problemas de la cinta: su poca
creatividad a la hora de presentar a los medios de comunicación en general. Es
cierto que el acento estaba anunciado en la televisión (en su slogan le da el
poder de “imponer presidentes”) pero no le hubiera hecho daño tratar de abordar
otras plataformas (internet, twitter, facebook, el radio, incluso); quizás si
lo hubiera hecho su crítica hubiera sido más global, más mordaz.
No
obstante, lo que más daña a la película es el maniqueísmo del relato: los protagonistas,
que más que personajes son representaciones de todos aquellos a los que Estrada
apunta deliberadamente con el dedo, nunca presentan atisbos de duda o de
humanidad; son más planos que un naipe. A diferencia de Juan Vargas, el alcadete
de San Pedro de los Saguaros, cuyos dilemas morales lo volvían un ente
tridimensional; del Benny, cuyo miedo y desesperanza le hacían ver con malos ojos
al narco aún estando él dentro, o el desesperado y miserable Juan Pérez de Un
mundo Maravilloso, los protagonistas de La Dictadura Perfecta nunca dudan de su
empresa (posicionar a un gobernador a todas luces corrupto y desvergonzado) y
solo le deben respeto al rating. Esto provoca que todos resulten desdeñables,
desde el productor consentido de la televisora, Carlos (¿quién será?), hasta el
reportero estrella, Ricardo, pasando por el infame gobernador Vargas y el frío
Pepe (Tony Dalton, un simbólico Azcárraga con varios kilos de menos). Nunca hay
un sentimiento de simpatía hacia alguno o una identificación moral, solo aversión.
Este
mismo defecto en los malos de la película ocurre con el “bueno” o el que
pretende ser el caballero blanco, el político que de veras quiere un cambio
interpretado por Joaquín Cosío, Agustín Morales, líder de la oposición en el
Congreso del estado. Él también resulta ser un personaje pretendidamente
impoluto y biehechor, una luz entre tanta porquería; éste también tiene una
contraparte en la realidad perfectamente bien delineada…cierto político (antes)
perredista. Ya sabrán a quien me refiero. O mejor, a quién se refiere Estrada.
¿No que no dejaría títere sin cabeza?
Dentro
de todos estos peros hay varias cosas a destacar, no obstante: las actuaciones
de Poncho Herrera, Joaquín Cosío y Osvaldo Benavides son sobresalientes (dentro
de la poca movilidad expresiva de sus papeles), la fotografía y uno que otro
chiste negro que sí provoca una risa amarga, pero risa al fin (Carmelo diciendo
que su colaborador es más pendejo que su difunta esposa, cínico a más no
poder).
Sin
embargo esto no es suficiente para defender una película deficiente en general.
Lejos de lo mejor de su obra (ese puesto sigue siendo para La Ley de Herodes),
La Dictadura Perfecta es más bien la instalación de Luis Estrada en una zona de
confort estilística que al parecer ya no da para más. La nueva entrega de su
ahora tetralogía es la más superficial de todas, un filme que pretende ser tan mordaz
que resulta ser solo un cúmulo de eventos descontextualizados unidos
sucesivamente para la fácil indignación del público. Aquí no hay tanto una historia
o una sátira inteligente y contundente de ciertos temas (el narcotráfico, la
pobreza, la corrupción), sino un producto que refuerza visiones reduccionistas
como la que dicta que “la televisión impone presidentes”, y vínculos sospechosamente
fáciles de las, en realidad, mucho más complejas relaciones entre el poder y
los medios de comunicación. Ojalá Estrada vuelva a remontar el vuelo y para su
próximo proyecto nos entregue algo más digno de su calidad como realizador.
Título: La Dictadura
Perfecta
Director: Luis Estrada
Año: 2014
País: México
Actores: Damián Alcázar,
Poncho Herrera, Osvaldo Benavides, Joaquín Cosío, Tony Dalton, Dagoberto Gama,
Silvia Navarro