Ya
había escuchado que un tal Julio Cortázar era increíble y todo un clásico de la
literatura latinoamericana. Cuando en la preparatoria me dio por descubrir las
novelas del Sur del continente, decidí comprar el mamotreto que es la edición
de Rayuela de la editorial Punto de lectura. Tenía pocas referencias sobre el
libro, solo sabía que era imperdible, según había escuchado por ahí. Mientras
leía, en el camión, en la calle, en la escuela, comprobé que, efectivamente,
era imperdible. La lectura de Rayuela fue increíble: Complicada, a veces; muy
entretenida, en otros; también romántica a ratos y poco predecible. Varios
capítulos tuve que releerlos, porque no había entendido prácticamente un carajo
de lo que decían Horario y su grupo de amigos del Club de la serpiente. Terminé
el libro y sin vacilar, conseguí más obra de Cortázar, hasta prácticamente
leerla toda. A la fecha le tengo un cariño especial y podría decir, con muy
pocas reservas, que es uno de mis autores favoritos. Es un cliché, ya lo sé,
pero que carajos.
Julio
Cortázar nació en Bruselas el 26 de agosto de 1914, de padres argentinos. Llegó
a Argentina a los cuatro años de edad y pasó la infancia en Bánfield, un
suburbio de Buenos Aires. Enseñó literatura francesa en la Universidad de Cuyo,
Mendoza y renunció a su cargo por desacuerdos con el gobierno. En 1951 se
trasladó a París donde trabajó como traductor. Se convirtió en una de las
principales figuras del llamado “boom” de la literatura hispanoamericana, y
disfrutó del reconocimiento internacional. Ya en años de madurez, se identificó
con los pueblos marginados y estuvo muy cerca de los movimientos de izquierda,
tras su visita a Cuba en 1962 (muestra de ello es su cuento Reunión, situado
justo después del desembarco del Che Guevara en Santa Clara, Cuba). En 1981 se
le otorgó la ciudadanía francesa, cosa que lo haría muy feliz, como queda
palpable en un texto que escribió sobre ello, titulado Disculpen si leo estas
palabras… Contenido en el libro Papeles inesperados (Punto de lectura, México,
2012, por si a alguien le interesa). Murió en 1982, a causa de leucemia.
Hoy
se cumplen 100 años de su natalicio y sigue tan presente como nunca. Por
doquier se encuentran sus citas, sus referencias, su prosa juguetona que
cautiva a cualquiera aunque muchas veces no se sepa porqué o no haya razones
eruditas para explicarlo. Puedo decir, como su poema dedicado al Ché, que yo
tuve un hermano en Cortázar. No nos vimos nunca, pero no importaba. De todas
formas ya estoy acostumbrado a mandar saludos a ninguna parte para mis
entrañables (lo que cobra el vicio de gustar de cosas viejas).
Este
texto evidencia, a mi juicio, el carácter melancólico, lúdico y sencillo de la
pluma del argentino. Feliz cumpleaños, cronopio cronopio.
Aplastamiento de las gotas
Yo no sé, mira, es
terrible cómo llueve. Llueve todo el tiempo, afuera tupido y gris, aquí contra
el balcón con goterones cuajados y duros, que hacen plaf y se aplastan como
bofetadas uno detrás de otro, qué hastío. Ahora aparece una gotita en lo alto
del marco de la ventana; se queda temblequeando contra el cielo que la triza en
mil brillos apagados, va creciendo y se tambalea, ya va a caer y no se cae,
todavía no se cae. Está prendida con todas las uñas, no quiere caerse y se la
ve que se agarra con los dientes, mientras le crece la barriga; ya es una
gotaza que cuelga majestuosa, y de pronto zup, ahí va, plaf, deshecha, nada,
una viscosidad en el mármol.
Pero las hay que se
suicidan y se entregan enseguida, brotan en el marco y ahí mismo se tiran; me
parece ver la vibración del salto, sus piernitas desprendiéndose y el grito que
las emborracha en esa nada del caer y aniquilarse. Tristes gotas, redondas
inocentes gotas. Adiós gotas. Adiós.
Saludos a todos. Nos leemos
la próxima.