Miro
a la ventana y ahí está otra vez. Parada a contraluz, sólo su silueta curva me
deja percibir. Y me basta con eso. La luz nocturna le da un halo misterioso,
lúgubre tal vez; al mismo tiempo, me recuerda porqué la amaba (amo) tanto:
ella, ahí parada, inmóvil, bella como si la felicidad se hubiera detenido de
pronto, como si el amor se volviera de piedra.
Aún
así, vuelvo a preguntarle qué hace aquí; ya se había marchado: ¿por qué vuelves?,
¿qué quieres de mi?, ¿Más amor, más risas, más desengaño, más melancolía, más
soledad?, ¿Vienes otra vez a darme felicidad y a arrebatármela de tajo?: no
responde. Se limita a observarme desde la oscuridad, con sus ojos que no
alcanzo a ver, pero que siento penetrarme como afiladas espinas de rosa.
Hace
poco tiempo (tal vez no tan poco, pero tampoco hace tanto) me había visitado. Los
estragos de aquella vez fueron tan grandes, que deseaba no volver a verla por
un tiempo. Y resulta que ahí la tengo, justo frente a mí.
Inmóvil
y silencioso, la contemplo de arriba abajo. Su figura me aturde, pues aunque no
quiero verla, irremediablemente la encuentro exquisita en sus formas, despierta
un deseo que martillea mi cabeza al no poder palparla, impedido por una extraña
fuerza que aunque quiera, no me permite acercarme; ¡qué desgracia cuando las
ganas deben ahogarse!...
A
eso vuelve: quiere que me retuerza una vez más en mi cama, quiere sentirse
deseada por un pobre individuo que nada puede hacer para calmarse, pues no
puede tocarla ni hablar con ella; sólo es un fantasma parado en la esquina de
la habitación, una esencia prohibida, una incorporeidad desesperante; nunca se
aparece la verdadera, la tangible, la que despide olor, caricias y los besos
que sacian; ella, la que aparece en los cuartos de los no tristes, de los
muchos incapaces, de los valientes, de los idiotas; aquí solo manda a su
sombra, a la fugitiva que se aprecia de musa y de sentido, pero nunca de cuerpo
ni presencia; solo manda a su revés, con la que se tienen que conformar los
solitarios, los cobardes, los poetas, los tristes, los indecisos, los atados, los
que lloran por la contraparte lejana, ajena.
Se
ríe. Sabe la batalla de mi cabeza y mi cuerpo y se ríe. Esta noche tampoco me
dejará en paz, estoy seguro. Dormiré (si es que duermo) y estará en mis sueños
(o pesadillas): Se disfrazará de ella y me hará sentir que la ocasión
maravillosa tiene lugar en algún parque y cuando esté totalmente confundido, en
el instante que el sueño se haya vuelto completamente mi realidad, me expulsará
hacia la oscuridad y al tacto de mi fría cama. Su sonrisa se verá en la esquina
de la habitación, su nido. Y yo volveré a llorar de rabia, y no podré sacarla;
podré gritarle que se largue, aventarle con todas mis fuerzas insultos,
blasfemias y ella, maldita sea, ella seguirá allí, viéndome; E irá conmigo a
todas partes, como un grillete en el tobillo, como un dolor de cabeza, y siendo
parte de mí, la cargaré pesadamente como cargan sus alas las aves que las
tienen rotas.
Me
derrota por enésima vez. Por otra noche descanso, se me han agotado las
lágrimas. La rabia se consume, transformándose en abulia, en quieta resignación
cansada, igual que ayer y siempre. Ella sigue y seguirá mirándome, cada día,
cada noche, desde su esquina en mi habitación, junto a la ventana; ¿hasta
cuándo?, no lo sé.
Antes
de cerrar los ojos, pienso que no aprendí nada de las visitas añejas, que he
vuelto a tropezar con la misma piedra; comprendo tristemente, que la fe la he
malgastado buscando que ella, ese ente etéreo, se convierta en la otra, en la
que no tendré. Miro a la ventana y sigue ahí. Yo recuerdo de nueva cuenta, el
amargo instante en que la dejé entrar, ingenuo; cuando, sin pensar, le volví a
abrir la puerta.
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