viernes, 18 de abril de 2014

A Gabriel


Una lluvia de minúsculas flores amarillas inundó Macondo cuando el patriarca de la familia Buendía murió. José Arcadio Buendía sucumbió ante los delirios que lo llevaron a terminar sus días amarrado a un poste. Todos en el pueblo recordarían ese suceso siempre.

Hoy la lluvia de flores cae sobre nuestras ciudades. Uno de los patriarcas de las letras latinoamericanas ha muerto, demostrando una vez más que a la guadaña de la muerte no se le mella el filo ni siquiera con los grandes hombres (para desgracia de ellos y de todos nosotros). Los legados que García Márquez deja (si, en plural), están en los estantes de las bibliotecas escolares, encuadernados con tapas verdes, cafés o azules, con sellos administrativos entre sus páginas y algo maltratados por los préstamos; en las librerías, cubiertos con plástico y con una etiqueta con un número que dice su precio más no su valor; están también en algunas casas, encima de los retretes o en libreros polvosos que la señora de la casa o su mucama han olvidado limpiar; en las repisas de tiendas departamentales o impresos en copias. Por todas partes pueden encontrarse partes de su inspiración, que se han vuelto públicas a pesar de nacer en la más íntima privacidad.

En todos estos lugares de la vida cotidiana está Gabriel. Y esto en cierta forma es un homenaje para él; porque él siempre hablaba de la cotidianeidad, de esa cotidianeidad que se volvía mágica entre las páginas de sus libros, en la que las vírgenes ascienden al cielo mientras doblan sábanas, los perros aprenden a llorar, la luz es como el agua, y vientos bíblicos arrancan ciudades de la tierra y de la memoria. También hablaba de la cotidianeidad incluso de aquellos hombres que han comprado un boleto a la historia como libertadores... o dictadores. Al mismo tiempo, y porque eso también es parte del ser de todos los días, nos contaba en sus historias que nadie puede escapar a la tragedia, pero que ella nunca lo ocupa todo: siempre hay luz. Los arcoíris de días nublados le confiaron este secreto.

Conocí a García Márquez por casualidad a los 15 años, un día que tomé arbitrariamente Cien años de soledad de la biblioteca de mi casa. Iba a mi taller de pintura y no tenía ninguna lectura con que hacer ameno el camino; eché un rápido vistazo al librero, descubrí aquella edición vieja del libro y pensé: “He escuchado mucho de él.  A ver qué tal”. Siempre digo que a la mitad del libro ya lo mencionaba como uno de mis favoritos de toda la vida. Hasta la fecha lo sigue siendo. Pocas obras me parecen tan bellas, tan magistrales, tan grandes. Sé que decirlo es un lugar común, pero en ciertas cosas los lugares comunes tienen razón. De ahí en adelante procuré más obras suyas y en todas me ha gustado. Mi experiencia con Márquez ha sido gustosa, llena de expectativa, alegría y de tristeza. No olvidaré lo intrigado que estaba por los pergaminos de Melquiades, ni tampoco el asombro ante el viento que arrasa Macondo. Imaginé en imágenes el final de ese libro miles de veces en mi cabeza.

Lo malo de tener ídolos grandes es que todos están muertos o, como es el caso, los ves morir. No mirarlos en presencia, sino de enterarse de ello. Y es triste. Pero el punto de todo esto es todo lo contrario a incitar a la tristeza; es un intento de pequeño homenaje a aquel personaje que me cautivó de adolescente, que influyó mi forma de escribir y de concebir las letras. Busco una parte de García Márquez en todo lo que leo y escribo, porque ¿quién no busca en todo al menos una parte de todo lo que ya le gusta?

Gabriel se ha ido, luego de sucumbir ante los delirios que lo llevaron a terminar sus días postrado en su cama (en la que seguramente había mil mariposas amarillas). Aquí se le recordará. Porque con su pluma ligera, siempre melancólicamente alegre, nos dejó pequeños pedazos de su inspiración desperdigados por todos los rincones, listos para saltarnos a los ojos y a la sonrisa, de pura casualidad o con toda alevosía. Con eso él se gana mil oportunidades más sobre la tierra, y nosotros nos aseguramos de que los próximos cien años no serán de soledad.

Y mañana cuidado al despertar: Las calles y los pórticos se atascarán con minúsculas flores amarillas que lloverán toda la noche, en memoria de quien (al menos a algunos), nos llevó a conocer el hielo y los sortilegios mágicos de los árabes errantes.




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