Todo cae y muere,
como las hojas en
Otoño,
al frío asfalto del
olvido;
todos pasan por
encima, las pisan o las echan a un lado,
son hojas muertas,
que vivieron algún día,
pero hoy se apilan,
bajo el árbol que les dio vida.
Así acaba todo,
se va secando poco
a poco;
sin prisas ni
pausas, se va volviendo poroso,
absorbe las aguas
que lo diluyeron;
desgastado, se
hincha de aquello que mata,
e incapaz de
moverse, solo se queda. Y espera.
La miseria, lenta
agonía
que infecta como un
cáncer, que se extiende
como la hiedra y no
conoce límite;
no puedes
suplicarle, pues es sorda,
no puedes
demostrarle, pues ojos no tiene;
solo tiene puños, y
una sonrisa sin dientes.
Poco queda después
bajo los escombros,
solo humo y polvo
se divisan tras el
terremoto;
las vigas son
pesadas para levantarlas solo.
Y así comienza la
decepción. Y así comienza la soledad;
el andar eterno del
triste peregrino.
En silencio, va
llegando el ocaso,
las flores se
cierran, todo duerme. Quizás no despierte;
mañana habrá sol de
nuevo, o eso nos prometen;
nadie sabe
realmente si se iluminará el Oriente.
Mientras tanto, la
oscuridad se adueña de cada rincón;
Y así, también la
luz, cae y muere.